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From: | Howard Johnson Classic Hotel |
Subject: | PROMOCION VERANO EN EL CLASSIC, BS.AS |
Date: | Mon, 23 Jan 2006 21:12:10 -0300 |
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------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------ El último punk
En el mítico compilado Invasión 88, primer
registro conjunto de bandas punk en Argentina, había un tema especialmente
rabioso. Se llamaba "Cáncer", el estribillo decía: "Cáncer, tengo tengo cáncer/
quiero quiero cáncer/ voy a morir de cáncer" y el cantante rugía y escupía las
palabras de una forma que justificaba el nombre de la banda: Flema. Desde
entonces, con idas y venidas, innumerables cambios de integrantes e intensidades
varias, el grupo se convirtió en una leyenda del sur del conurbano, y por un
tiempo fueron los favoritos de Cemento; los más salvajes de la escena punk, en
varios sentidos los más destacables -por influencias musicales y una desazón
irreproducible, sólo comparable a la de el grupo marplatense Loquero- y todo
gracias a la personalidad, el incendiario carisma y el talento de su líder y
alma mater, Ricky Espinosa. El libro de Sebastián Duarte Ricky de Flema: El
último punk tiene una urgencia a la altura del personaje que retrata. Construido
con obsesivo detalle en cuanto al material de archivo, con letras y entrevistas
a amigos (como Cristian Aldana de El Otro Yo, en una charla brutalmente
sincera), compañeros de banda y hasta algunos famosos que frecuentaron a Ricky
(desde Ricardo Iorio hasta Mario Pergolini) hay algo de necesidad de registro de
una escena y una época; porque no sólo es fascinante el fugaz y en ocasiones
brutal recorrido de Ricky, sino también esos bares de Avellaneda, las calles y
comisarías de Valentín Alsina, las reuniones de jóvenes punks que se llaman
Cabezón o Juan Falopa en Plaza Alsina, llegados desde Dock Sud o
Gerli.
Ricky, músico intuitivo, frontman
desprejuiciado que no temía maquillarse o incluso dejarse retratar con pins que
decían "gay power", aparece en estas páginas en toda su complejidad: débil,
voraz, adicto, romántico, querible, francamente insoportable, autodestructivo y
teatral hasta la sordidez. Los amigos ofrecen testimonios como éstos: "Una vez
fue al puntero y le dijo: '¡Dame todo! ¡Quiero todo!'. Le dieron merca, pepa,
faso. Después fue a la esquina y vomitaba. Decía: '¿A ver qué comí?'. Y se lo
volvía a tragar". Pero además de la vida bandida, Duarte se ocupa de remarcar la
importancia musical de Ricky: su trabajo en Flemita, un grupo que insólitamente
grababa y tocaba temas de bandas punks casi desconocidas a modo de desinteresada
difusión, o el gran logro de Vida espinosa (1999) su disco solista,
autobiográfico y una de las obras más extrañas del rock nacional.
Ricky falleció a los 34 años el 30 de mayo
de 2002: se arrojó de la ventana de un 5º piso de un monoblock en el Barrio
Güemes: antes, había estado jugando a la Playstation y tomando alcohol fino. Fue
velado en el patio de la casa de su hermano, en Gerli, porque los dueños de la
casa funeraria le cerraron la puerta a la familia por temor a "desmanes" de sus
fans. Todos los 30 de mayo aún se reúne gente ante el nicho que guarda sus
restos en el Cementerio de Avellaneda.
El héroe que espera
Quizás el relato más pacífico y terrible
de Henry James es "La bestia en la jungla". El exteriormente anodino y reposado
John Marcher reencuentra durante un paseo a una mujer, May Bartram, a la que le
había hecho diez años atrás, en la temprana juventud, la confidencia más íntima
de su vida, un secreto que ella todavía recuerda: Marcher vive desde la infancia
con la sensación de que "algo raro y extraordinario, acaso prodigioso y
terrible, le estaba reservado". No se trata de algo que deba hacer, o conseguir
en el mundo, sino algo que debe esperar, en una paciente vigilia, hasta verlo
irrumpir de pronto en su vida, acaso para aniquilarla.
La mujer le observa que esa descripción
recuerda la sensación de peligro que infunde la presencia del amor, pero él
aduce que ya estuvo enamorado y que lo que le espera, presiente, es más extraño.
"Vigilaré con usted", propone ella y, efectivamente, en la continuación de la
historia, se queda de por vida a acompañarlo, en una relación con la típica
ambigüedad de James: "De acuerdo a las características del caso, su forma
indicada hubiera sido el matrimonio. Lo perturbador es que esas mismas
características imposibilitaban totalmente el matrimonio". Marcher se
proporciona a sí mismo una excusa caballeresca por la distancia a salvo de la
pasión que le impone a su compañera: "Algo lo acechaba, en el intrincado
laberinto de los meses y los años, como una bestia agazapada en la jungla. El
hecho decisivo era el salto inevitable de la criatura; y un hombre sensible no
ha de tolerar que una dama lo acompañe a un safari".
Quien quiera aquí arruinarlo todo con
referencias autobiográficas, o interpretaciones psicoanalíticas sobre la
proyección en Marcher de la sigilosa homosexualidad de James, podría
aprovecharse de una línea de diálogo en que ella le dice que su función es
ayudarlo "a usar la máscara de un hombre como los demás". Pero por supuesto la
grandeza del relato reside en que John Marcher no es Henry James, ni hay en
absoluto implicaciones sexuales, sino sólo la llama de esa espera empecinada,
heroica, que empieza a consumir dos vidas.
Pasan los años, los dos envejecen y llega
"la época en que casi todo el mundo ha dado por muertos los hechos inesperados".
May enferma gravemente y en un último diálogo inolvidable le dice a Marcher con
"la sombría perfección de una sibila" que no hay nada que esperar, porque lo que
empezaron a vigilar durante la juventud "ya ocurrió", aunque él no se hubiera
dado cuenta. "Te ha tocado. Ha cumplido su obra, te ha hecho parte suya." Y
cuando él quiere interrogarla en busca de una precisión, ella sólo agrega:
"Debías sufrir tu destino. No necesariamente conocerlo".
Y sin embargo Marcher alcanza a ver la
sombra de la bestia después del salto. En una visita al cementerio, en busca de
la tumba de May, reconoce en el rostro de otro hombre que visita la tumba de su
esposa, en el dolor casi desafiante que muestran los rasgos, la última respuesta
que ella no quiso darle. "Había visto fuera de su vida, no dentro de sí, el
llanto por una mujer que era amada por sí misma. La iluminación, una vez
iniciada, no se detuvo hasta incendiarlo todo, y luego no pudo hacer otra cosa
que quedarse contemplando el intenso páramo de su vida."
A diferencia de Giovanni Drogo, ese otro
héroe de la espera en El desierto de los tártaros, Marcher no puede aferrarse en
su vigilia a la imagen tan nítida y compensadora de una gloria y una batalla. La
suya es una espera a ciegas, abstracta, que pende del hilo de su fidelidad, de
su reconcentrado egoísmo, de su orgullo. Como en una subasta diabólica, a medida
que pasan los años su apuesta sólo puede ser más alta y debe perder la vida,
perderla enteramente, para ganar nada. |
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